Llega junio -el mes del orgullo- y todo se pinta de arcoíris. Las marcas se visten de diversidad, los municipios organizan ferias inclusivas, y en redes sociales abundan frases bonitas sobre amor, libertad y respeto. Pero mientras todo eso ocurre, yo —como muchas otras personas— me sigo preguntando: ¿qué estamos celebrando realmente?

Porque la realidad para gran parte de la comunidad LGBTIQ+ en Chile no ha cambiado tanto como algunos quieren hacernos creer. Y no lo digo solo desde mi experiencia personal, sino con los datos en la mano: según el Estudio Exploratorio de Condiciones de Vida de Personas LGBTIQ+ 2023, elaborado por la Subsecretaría de Prevención del Delito, el 89,3% ha vivido discriminación en su vida. Para las personas trans, la cifra asciende a un brutal 94,1%. (1)

A eso se suma la encuesta de Movilh, donde el 80,9% de las personas LGBTIQ+ reportó haber sido discriminada en algún momento de su vida, y más de la mitad, en el último año. (2)

En el trabajo, 7 de cada 10 personas de nuestra comunidad han sufrido violencia o acoso.
¿Y saben qué es lo peor? Que no se trata solo de cifras: son historias, heridas abiertas, duelos sin justicia.

Entonces, cuando veo tanto discurso de “inclusión” durante junio, me cuesta no sentir rabia. Rabia porque detrás de cada bandera de colores colgada por moda, hay una realidad que nadie quiere mirar de frente.

Y lo más duro es que ya no duele solo el rechazo del sistema. Duele también la indiferencia de quienes supuestamente están con nosotros. Las ONG LGBTIQ+ que durante años lideraron luchas valientes, hoy parecen más preocupadas de no perder fondos que de incomodar al poder. Sus informes existen, sí. Sus logos están en todas partes. Pero en las poblaciones, en las villas, en los márgenes… hace rato que dejaron de estar.

No basta con publicar encuestas si no hay acción real. No basta con acompañar a las autoridades si no se acompaña a las víctimas.

Y en este escenario, aparecen también los candidatos presidenciales que, cada cierto tiempo, descubren que existimos. Nos mencionan en sus campañas, se sacan fotos con la bandera y publican frases inclusivas, pero cuando hay que legislar, denunciar o comprometer recursos, desaparecen o se acomodan al cálculo electoral.

¿Cuántos de ellos hablaron de nosotres antes de junio? ¿Cuántos lo harán después de las elecciones?

Por eso, este mes del orgullo no me provoca fiesta. Me provoca reflexión. Me provoca memoria. Y, sobre todo, me provoca rabia. Pero no una rabia que paraliza, sino esa rabia que enciende, que empuja, que no permite quedarse callado.

Como escribió Pedro Lemebel —maestro de la ternura rabiosa—:

    “Me apesta la injusticia y sospecho de esta cueca democrática.”

Este no es un orgullo de postal. Es un orgullo herido, pero vivo. Y mientras haya una sola persona LGBTIQ+ sin dignidad, no hay nada que celebrar.

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