Y en el último libro del Nuevo Testamento, en la revelación, se escribió:
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“Y el tercer ángel tocó la trompeta, y cayó del cielo una gran estrella, ardiendo como una antorcha… y la tercera parte de los hombres murió…”
—Apocalipsis 8:10–11
La imagen bíblica de una tercera parte de la humanidad pereciendo por corrupción y castigo divino resuena con inquietante actualidad en Chile, donde el escándalo por el uso fraudulento de licencias médicas ha puesto en jaque al aparato estatal. Aunque no se trata de un exterminio literal, el daño institucional y ético que se cierne sobre el país es de proporciones apocalípticas.
Entre 2023 y 2024, la Contraloría General de la República detectó que más de 25.000 funcionarios públicos viajaron al extranjero mientras estaban con licencia médica, emitiéndose en total 35.585 licencias que permitieron 59.575 entradas o salidas del país. El 69% de dichas licencias fueron otorgadas por Fonasa y el 31% por diversas isapres.
El impacto fue inmediato: más de 1.100 funcionarios han abandonado sus cargos, y se han iniciado más de 6.500 sumarios administrativos en 131 servicios públicos. Cada día s abrirán más sumarios y comenzará a correr el tiempo para que, en el mejor de los casos, en un par de meses se pueda llegar a una resolución. Luego será tiempo de apelaciones y exámenes de todo orden. El impacto no solo ha sido inmediato, sino que se sostendrá en el tiempo.
Una epidemia de irregularidades
La Contraloría ha anunciado que ampliará su fiscalización a viajes dentro de Chile realizados durante licencias médicas, lo que podría implicar alrededor de 100.000 casos adicionales. Además, se están preparando al menos 20 nuevos informes sobre temas sensibles como doble empleo público, deudas de universidades y uso de propiedades fiscales.
Siendo muy prudentes y sin asumir un escenario más turbulento, los nuevos informes podrían sumar otras decenas de miles funcionarios susceptibles de investigación sumarial y posible sanción. En un escenario conservador podríamos estar en unos doscientos mil funcionarios sumariados con probables sanciones, eventualmente sometidos a una posible destitución. Si a esto se suma el análisis de contratos a honorarios y compras públicas, el número podría llegar a cifras más altas.
Sin ir muy lejos, en un cálculo razonable, podríamos estar en presencia de más de 250.000 funcionarios que podrían ser sometidos a sumarios, superando ya el 25% del total de funcionarios públicos.
Nos podríamos acercar a un tercio del estado sometido a sumario, a juicio administrativo, eventualmente con casos que podrían pasar a etapa penal. Hablamos de una caída general, de un sistema insostenible que debe encontrar como limpiarse del mal sin llevarse con ello el organismo.
Esto podría ser un festín para Milei. Pero la verdad es que los chilenos sí quieren estado, lo consideran esencial. El problema es que crecientemente dudan de quiénes están en el estado. La idea de ‘apitutados’ y ‘flojos’ circula por las conversaciones del país y el mundo sindical se mira el obligo y no ve el país en que el vive. De hecho, desde hace rato, los sindicatos se han perdido en el camino.
La respuesta sindical y el colapso institucional
En Ñuñoa, se reveló una minuta del Sindicato de Asistentes de la Educación que sugería cómo justificar una licencia médica cuestionada por viajar al extranjero, recomendando contactar al médico tratante para obtener un documento que autorice el viaje.
El impacto en el funcionamiento del Estado es profundo. La ausencia de médicos en regiones, la falta de personal en instituciones clave y la pérdida de confianza ciudadana en las instituciones públicas son solo algunas de las consecuencias de esta crisis.
El mundo sindical de los funcionarios públicos se debe a sí mismo una explicación. Y se debe, sobre todo, la honestidad de asumir con claridad la magnitud de los errores cometidos. Durante años, los sindicatos —y no sólo los del sector público, hay que decirlo— abandonaron la tarea más compleja y noble que alguna vez los justificó: pensar el horizonte estratégico del problema de los trabajadores.
Defender a los trabajadores comenzó a confundirse con una tarea simple: defender personas. No ideas, no posiciones de clase, no estructuras institucionales que protegen derechos sociales. Personas. La defensa se volvió episódica, reactiva, sin profundidad ni visión. La ética de esa defensa se volvió tautológica: defender a los trabajadores era bueno porque era bueno defender a los trabajadores. Punto. Ya no había estrategia, ya no había futuro. Sólo la complacencia.
Esa complacencia, esa confianza ciega, se apoyaba en una convicción absurda: que la fuerza de la presión sindical era tan inconmensurable que ningún poder estructural, ni los partidos, ni el Ejecutivo, ni siquiera el Estado mismo, se atrevería jamás a tocarles. Los sindicatos se sintieron invulnerables no porque tuvieran razón, sino porque creyeron que el adversario no tendría legitimidad para desafiarlos. Que eran intocables porque eran trabajadores.
En ese vacío, en esa ceguera moral, crecieron prácticas que ya no podían diferenciarse del privilegio. Y se expandieron sin control ni autocrítica. Los sindicatos dejaron de explicar —porque ni siquiera se lo preguntaban— cuál era el sentido de un Estado más grande, con más funcionarios. Perdieron la capacidad de articular sus intereses con los intereses generales. Las demandas sectoriales dejaron de dialogar con el país. Nadie entendía sus luchas, y a ellos no les importaba si nadie las entendía. Sólo querían ganar.
Pensaban que hacían política porque negociaban. Pero no hacían política. Simplemente negociaban. Política es disputar sentido, organizar futuro, construir legitimidad. Ellos hacían cuentas, sumaban votos, cerraban acuerdos, acumulaban prebendas. La política se les fue de las manos cuando decidieron que la defensa de sus intereses no necesitaba más justificación que el número de sus afiliados.
Y entonces llegó el golpe. Este golpe. Esta debacle. Este retorno del lucro. Pero no el lucro de los dueños del capital. No el lucro empresarial. El lucro de quienes administran su trabajo. El lucro de quienes se instalaron en el Estado no como servidores públicos, sino como usuarios privados del poder. Este golpe ha sido al corazón. A su ética, a su relato, a su lugar en la historia.
Porque lo que está en juego no es sólo el acto pecaminoso de lo ejecutado. No es sólo la falta administrativa, ni el abuso evidente. Es, además, la incapacidad de entender. De comprender lo que está en juego. De explicarse a sí mismos y a la sociedad por qué aún tiene sentido su existencia.
¿Para qué sirve un sindicato que no se pregunta por el sentido de su acción? ¿Cómo se defiende el lugar propio en el mundo cuando se ha perdido toda conexión con el país que se dice representar?
Esa es la verdadera crisis del sindicalismo público chileno. No los viajes con licencia médica. No las compatibilidades mal declaradas. No las redes de protección. El problema es que ya no saben por qué están donde están. Y si no logran responderlo, la sociedad tampoco sabrá por qué deberían quedarse.
¿Cuánto más puede soportar el sistema?
Con el simple escenario cuantitativo ya la crisis es de altísimo grado. Pero el examen de las consecuencias solo comienza a prefigurar lo que puede significar la magnitud de la crisis. Los problemas operacionales que esta crisis generará son:
- Sumarios administrativos de masividad sin precedentes.
- Multiplicación de inhabilidad para ejercer funciones públicas.
- Desvinculaciones masivas.
- Traslado de la problemática desde sanciones administrativas hacia responsabilidad fiscal o penal.
Considerando que el sector público chileno se puede enfrentar a suspensiones de personas investigadas, o destituciones masivas; no cabe duda que se avecinan problemas operativos. Este escenario podría implicar el colapso de hospitales, la carencia grave de profesionales de la salud pública y alto riesgo sanitario en zonas aisladas o ciudades pequeñas.
Y esto es solo en el ámbito de la salud. En educación podríamos enfrentar un déficit de profesores que podría suponer incluso suspensión de clases o cierre provisional de colegios. En definitiva, el riesgo del año escolar.
A nivel municipal podría ocurrir la paralización de servicios: gestión de basura, trámites, seguridad ciudadana y atención social.
A nivel del gobierno central es peor: tramitación de leyes, programas sociales, fiscalización, todo ello puede mermarse en medio de instituciones en crisis y desorden constante, amenazadas por sus propios pecados. El riesgo de gobernabilidad administrativa es enorme. El impacto funcional existirá. Y es un desafío enorme para las actuales y futuras autoridades minimizarlo, pero será una prueba de fuego para nuestra institucionalidad que seamos capaces de resolver los entuertos sin ceder en las sanciones que correspondan.
Más allá de las cifras y las sanciones, este escándalo revela una profunda crisis ética en el servicio público chileno. La confianza en las instituciones se ha visto gravemente afectada, y es necesario un compromiso colectivo para restaurar la integridad y la responsabilidad en la gestión pública. No es tiempo de la defensa corporativa. La normalización de faltas graves puede tener excusas operacionales (aunque no lo hemos visto) y cuando sea así es importante conducir proyectos que permitan resolver los problemas y modernizar el estado. Pero con lo visto ello está lejos.
El "Apocalipsis Now" que vive Chile no es el fin, sino una oportunidad para reconstruir un Estado más transparente, ético y comprometido con el bienestar de todos sus ciudadanos.
Dorothy Pérez: el ángel de la revelación
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“Y cuando el séptimo ángel tocó la trompeta, se oyó una gran voz en el cielo que decía: Ya ha llegado el juicio sobre las naciones.”
(Apocalipsis 11:15)
Chile ha entrado en una fase terminal de un ciclo institucional. La revelación del desorden en el aparato público ha desnudado no solamente infracciones individuales, sino una trama estructural de informalidad, permisividad, acomodos políticos y silencios cómplices. En medio de este cataclismo institucional, emerge una figura ineludible, a la vez temida, todopoderosa y solitaria: Dorothy Pérez, la Contralora General de la República.
No es presidenta, no es ministra, no dirige una coalición ni aspira a gobernar. Pero su rol hoy es tan determinante como ineludible. Si estuviéramos en el libro del Apocalipsis, Pérez no sería la bestia ni la mujer del dragón, sino algo mucho más inquietante: el ángel que toca la trompeta del juicio. No es la que condena, pero sí la que anuncia el final. No es la que destruye, pero sí la que revela que todo ya está podrido.
Su rol es incómodo porque no tiene voluntad política ni necesidad de agradar. Es un cargo técnico, pero en esta coyuntura se ha vuelto épico. La Contralora ha abierto los sellos del Estado, todos ellos, los siete sellos. Cada informe, cada auditoría, cada cifra, funciona como un nuevo cuerno de aviso que hace temblar los muros de la administración pública.
Como en el Apocalipsis bíblico, su figura no busca redención, sino revelación. Dorothy Pérez no es la arquitecta de un nuevo orden, sino la trompeta que dice que el viejo ya cayó. Lo hace sin gritar, sin teatralidad, sin épica. Pero su oficina hoy tiene más peso que el gabinete político completo, que pretende transformar el pecado en ausentismo, la mugre en vacío, la podredumbre maloliente en una neutra e insípida copa de agua.
La Contralora incomoda porque no se puede sobornar, porque no necesita pactar, porque sus actos no pasan por las encuestas ni por la aprobación del Congreso. Su poder es otro: el de los hechos, el de los números, el de los actos administrativos certificados. Y en tiempos de posverdad y fake news, eso se vuelve radical.
Cuando todos se habían adaptado al espectáculo, a las redes sociales; la contralora confrontó el show nuestro de cada día con la fuerza incontenible de la verdad de unos datos que, al cruzarse, producen hipótesis altamente probables de posibles faltas funcionarias.
En el Apocalipsis, cuando los sellos se abren y las trompetas suenan, los imperios tiemblan. No porque hayan perdido ya el poder, sino porque saben que su legitimidad está perdida. Dorothy Pérez no ejecuta las sanciones, pero nadie que haya sido nombrado en sus informes volverá a dormir tranquilo.
Este proceso tiene una dimensión aún más profunda: es la caída del mito de la santidad estatal. La generación que luchó contra el lucro, que exigió un Estado ético, que prometió acabar con la corrupción, se enfrenta ahora a su propia carne: cargos por confianza, redes políticas que se repiten en municipios, servicios y ministerios, y ahora una bomba de tiempo que amenaza con arrasar con cientos de miles de cargos.
Yo estuve ahí. Observando con devoción el Estado, esperando de su operación una verdad que, vieja o nueva, nos regalase algo de satisfacción para un orden más justo. Yo estuve ahí. Y creo todavía en esa posibilidad. Pero no lo creo por los funcionarios, no lo creo ya como mero concepto, no lo creo como una certeza que busca encarnarse: lo creo porque justamente hay alguien, como la contralora, capaz de dejar de lado el chantaje de la pragmática de corto plazo para ir y decir: cúmplanse las leyes, nuestras normas. Y si quieren cambiarlas, háganlo. Pero no se mientan. Y no nos mientan. Y es que la justicia es la verdad y no la mentira.
Dorothy Pérez, en este escenario, aparece como el rostro de la verdad impersonal. Una figura ascética, sin desplantes, que encarna no tanto la más alta virtud (aunque algo de eso hay), sino la evidencia. No propone un nuevo pacto, pero nos obliga a mirar de frente la ruina del antiguo. Como el ángel del Apocalipsis, no abre los cielos, pero deja claro que ya no hay tierra firme.
Porque hay momentos en que la función más revolucionaria no es crear, sino revelar la magnitud del derrumbe.